Tres o cuatro días después, en el tren que me devolvía al trabajo, por casualidad leía estas palabras de María Luisa Elío:
"Me acerqué a la ventana. En efecto, el balcón estaba vacío ante mis ojos. Más que vacío, ahora, al poder mirarlo, muerto. Es un asombro que no importa, un asombro que se parece al que sentimos cuando vemos a alguien muerto que queremos con toda el alma... y sentimos con asombro que eso no importa. Importa el que era, lo que era. Importa un dolor que ahora es imposible de sentir. Quizás importa que ya no importe. El dolor de ser hecho de cosas que van dejando de ser. El balcón y mi madre parecen ahora una misma cosa. ("El mismo asombro-recuerdo que sentí mientras mi madre se moría.") Prácticamente ya no importaba nada, ni lo de antes ni lo que estaba enfrente ahora. Ella se moría poco a poco y, sin embargo, parecía que no importaba. Yo acariciaba su brazo con la punta de los dedos (...)
(...) Entonces me senté de nuevo y volví a acariciar su brazo. No lo hacía por acariciarla (no sé, tal vez para que ella lo sintiera así), más bien creo que lo hacía para poder recordar, para que pudiera, al menos, quedarme con algo de ella en los dedos (...)"
(Tiempo de llorar y otros relatos, de María Luisa Elío
Ed. Turner)
Ahí ya no pude leer más. Igual que hoy, recordando aquella última noche que pasamos juntas, ella en la cama, ausente desde hacía horas y yo a su lado asustada por su respiración entrecortada y en una cadencia irregular como presagio de lo que ocurriría horas más tarde, el rostro se llenó de lágrimas. Ahora cada año, desde hace tres, la memoria irrumpe con fuerza y me recuerda, de nuevo, la última vez que me refugié en su mano.