lunes, 24 de septiembre de 2007
con vistas a la calle
Lunes por la tarde en Barcelona. Es festivo y la ciudad hierve, no por el calor, que afortunadamente va disminuyendo con el paso de los días, sino por la cantidad de movimiento, aglomeraciones y gente que no se sabe de dónde ha salido. Estar fuera de casa resulta casi incómodo.
Por ese motivo, me traslado. Mis recuerdos derivan a ciertos rincones solitarios y silenciosos. Una calma que acompaña las primeras horas de la tarde y que te resguarda del exterior. Aún y así, las puertas permanecen abiertas, como sugiriéndote a que entres. El café de sobremesa está delicioso: corto e intenso. Al otro lado de la sala, una pareja termina de comer. A mi derecha, una larga fila de mesas se extiende hasta el interior, todas ellas vacías. El único ajetreo es el de un par de camareras mientras sirven a los pocos clientes reunidos en el local.
A mí, como siempre, se me va la vista hacia la calle. Tarde soleada y tranquila. El tiempo corre más lento que de costumbre, pero todavía no me he dado cuenta; sigo fuera.
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