domingo, 30 de diciembre de 2007

Capítulo II

(...)

Sin lo otro, no hay yo.
Sin el yo, nada se manifiesta.
Sí, cerca estamos del origen,
pero desconocemos el Aquello
que todo lo hace y lo comienza.
Quizás haya un Dueño verdadero:
ninguna traza hay de su existencia.
Real, pero invisible.
Creemos en sus actos
aunque no vemos su figura.

De los cien huesos de que un cuerpo se compone,
de los nueve orificios, de las seis vísceras,
¿cuál es el más amado?
¿Se les ama a todos por igual?
¿Hay alguna preferencia?
¿Son todos ellos súbditos?
¿O se alternan en su poder
como servidor y soberano?
¿Hay entre ellos un Dueño verdadero?
Aunque lo hubiera,
nuestra ignorancia de él,
nuestro conocimiento de él
no afectarían en nada a su auténtica Verdad.

Cuando una forma nos ha sido dada,
persiste hasta que la vida se agota.
Nos cortamos con el filo de las cosas.
Nos evitamos mutuamente.
Veloces como caballos galopando.
Incontenibles. ¿No es una lástima?
Esforzarse sin ver el fruto del trabajo.
Agotarse y no saber a dónde regresar.
¿No es triste?
Ser inmortales, ¿para qué?
El cuerpo se corrompe,
así también el espíritu.
¿Podemos negar ese inmenso dolor?
¿La vida del hombre es tan absurda?
¿O es que soy el único que lo piensa,
yo, el más absurdo de entre todos?

Zhuang Zhou

1 comentario:

C. dijo...

no te preocupes: sólo es literatura.

aunque tú tampoco te has quedado corta, eh?

besos a la carta