Me quedé dormida en su hombro. La tarde avanzaba tranquila, no teníamos prisa por seguir nuestro paseo de aquella tarde de octubre. Y esperamos un nuevo impulso que nos invitara a continuar, en aquella plaza perdida al otro lado del canal.
Me recordaba al viejo barrio de unos parientes de mi madre, donde desaparecieron tantas horas de mi infancia sin convertirse en pasado. No lo recordaba por las construcciones, claramente más señoriales, de siglos caducos que se empeñan en perpetuarse a pesar nuestro, sino por el aire extrañamente familiar que ofrecía. Creo que eran esos altos pinos mediterráneos franqueando la vista hacia el cielo, y dejando a duras penas un resquicio por el que se filtrara el sol. Era esa amplitud, el olor a tierra húmeda, a rastrojos de hierba desordenada esparcida entre las piedras, a bancos verdes de hierro frio ya demasiado viejos pero capaces aún de invitarte al asiento sólo por una cuestión de nostalgia. Era el silencio roto de los gorriones, del viento otoñal, de la somnolencia inquebrantable de la sobremesa.
Me quedé dormida sobre su hombro. Con pereza, abrí los ojos y con pesadez observé la plaza frente a mí. Todo seguía igual que hacía unos minutos. Todo menos un banco situado a nuestra derecha, en uno de los laterales de la plaza. Un hombre solo había tomado asiento. En su regazo, un ramo de flores. En su muñeca, un reloj que debía dar la respuesta esperada. Todavía no, parecí entender.
Me relevó en el sueño, ahora su cabeza en mi regazo, mientras yo seguía atenta los movimientos de aquel extraño compañero de espera. Pasaban los minutos, el ramo pasó al asiento del banco, sus piernas se cruzaban y descruzaban sin cadencia ni regla alguna y yo buscaba en las entradas de aquella plaza la posible mujer que daría comienzo a una cita, a un encuentro pactado de antemano. Cómo sería, su aspecto, su edad, la reacción de él al verla llegar, cómo relajaría el rostro tenso tras largos minutos de nervios y dudas, ¿se atolondraría?, ¿matendría el tipo? Me pudo la curiosidad y pedí que aquella mujer llegara antes de que tuvieramos que reanudar nuestro paseo.
El reloj volvió a consultarse por quinta o sexta vez. Nadie. Su cabeza giró a izquierda y a derecha sin reconocer. Volvió a mirar hacia delante, al suelo, de nuevo a un lado y a otro. Nadie. Él se despertó, le pedí aguardar un rato más tras explicarle lo sucedido y me acompañó en la vigilancia. Nos quedamos en silencio.
La respuesta del reloj no llegó. Recogió el ramo, se levantó despacio mirando una última vez a izquierda y derecha, y giró sobre sí mismo para emprender la marcha. En su camino, se cruzó con tres contenedores que vieron como el ramo de flores caía en su interior, mientras nosotros observamos con el estómago encogido a aquel hombre que se perdía tras la esquina de una plaza cualquiera de Florencia.
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