Llegar tarde a casa, abrir la puerta y cerrarla tras de ti con llave para no despertar a nadie. Otra puerta, primer paso antes de alcanzar la meta, cualquiera. Una figura en la esquina, no se mueve, sólo respira alto, fuerte a punto de paralizar su cuerpo con un aliento contenido en tres segundos. Te paras, observas que no haya abierto los ojos y te encuentre parada en medio de la habitación, espiando para no ser descubierta a estas horas. Nada. Otro suspiro hondo. Fuerte. Sigues.
La segunda puerta la abres con el máximo sigilo. La conoces bien: demasiados años notando el tacto frío del pomo y ese color de oro desgastado que te recuerda la vejez prematura de ciertos objetos de tu vida. Te das la vuelta, lo miras por última vez esta noche, pensando si ha despertado mientras te estabas de espaldas. No. Sigue durmiendo. Como siempre lo has visto a ciertas horas de la noche durante tantos años. Respiras con alivio sabiendo que mañana no sabrá a qué hora llegaste, no podrá decirte nada, la fractura del tiempo se ha descompuesto en tus manos y esta vez has sabido aprovecharla. Hoy no habrá justificaciones que construir; vuelves a ser un poco libre.
Un sonido. Cierras. Todo queda al otro lado... Silencio... Muchos años después siento que sigo entrando de puntillas y sabiendo que ya nadie me resguarda con la espera.
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