La Nena no vuelve
a casa y su madre
llora. Llora cuando
los minutos son más largos
de lo acostumbrado.
Y la costumbre,
sin saberlo, se vuelve
castiza. Impone sus leyes,
suplanta el abismo
de los instantes encontrados.
Las lágrimas se acumulan
en el suelo de la habitación.
Y la Nena grita renuncia:
se da la vuelta, cierra las puertas
y se sienta al final del pasillo
a descubrir el mundo.
Si vas a visitarla
pídele un café amargo de mi parte.
El movimiento de la cuchara
se extenderá en anécdotas
de otros. Pero sus ancianos quince años
brillarán con su sonrisa.
He escuchado que su jardín es mágico.
Un paraíso onírico
donde el perfume de las rosas
compite con el gorjeo de las palomas.
Tapices blancos y rojos decoran
los sueños de la Nena,
en su deambular diario,
en un paseo inacabado.
Te habla de lugares lejanos
de historias pasadas. De repente,
te conoce sin haberte visto jamás.
"Eres un..." y tu árbol genealógico se despliega
como un pergamino caído del estante. Y rueda.
La veo eterna, perenne,
blanca y roja, dulce, grávida.
La sigo mientras camina,
la acompaño en el pasar de hojas de sus libros.
Quiero que me cuente un cuento
ahora que tengo sueño.
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